Ortega visto por gobiernos violadores de derechos humanos
El anunciado “triunfo” de Daniel Ortega y Rosario Murillo en las elecciones presidenciales de Nicaragua ha inspirado muchos análisis sobre el futuro de esta nación tan golpeada. Sin embargo, queda sin respuesta otra pregunta igualmente urgente: el dúo parece haber elaborado una “hoja de ruta” que otros líderes centroamericanos están dispuestos a seguir, y esta es una muy mala noticia para los derechos humanos.
El deterioro de los derechos humanos en Nicaragua en los últimos años ha sido dramático. Primero, represión en las calles: muertos, heridos, encarcelamientos injustos. Posteriormente llegó la persecución selectiva, detenciones de activistas, el cierre forzoso de medios independientes y el éxodo de miles de personas. Además, durante los últimos doce meses, una serie de leyes han restringido los derechos a la libertad de asociación y libertad de expresión. Más recientemente, la campaña electoral estuvo acompañada de un operativo dirigido a cualquiera que aspirara a presentarse a las elecciones o que simplemente hubiera criticado a la pareja presidencial.
Con las elecciones de este año, Daniel Ortega se encamina a un quinto mandato presidencial, su cuarto mandato consecutivo desde 2007. Rosario Murillo, además de su esposa, es vicepresidenta de Nicaragua desde 2017.
La condena internacional es el resultado de la oposición nicaragüense a su forma de gobierno, repudio que expresaron en voz alta y clara el día de las elecciones. El alto nivel de abstención y hostigamiento denunciado por un grupo de observación ciudadana fue prueba del descrédito generalizado de un proceso electoral donde nunca se garantizaron los derechos de las personas.
El silencio se ha convertido en una forma de resistencia. Activistas de derechos humanos, periodistas, abogados y ciudadanos han demostrado que no están dispuestos a rendirse. Estas personas son la única barrera que queda contra la fiebre por el poder de Ortega-Murillo.
Pero ni Nicaragua ni sus líderes existen en el vacío.
Sin ir muy lejos, consideremos a Nayib Bukele, el presidente de El Salvador. Al igual que la pareja presidencial nicaragüense, Bukele logró con una habilidad aterradora reducir rápidamente el espacio cívico para los salvadoreños.
Su discurso público, en lugar de fomentar un debate de ideas y aceptar opiniones disidentes, condena a quienes se atreven a criticarlo. Los describe como «agentes extranjeros», una estrategia copiada de la «T» de su vecino.
Como Ortega, Bukele también usa la justicia para “formalizar” el acoso. Los periodistas llevan un tiempo denunciando una campaña sistemática de ataques públicos y acusaciones infundadas que, según dicen, apuntan a desacreditar su trabajo.
Las coincidencias continúan. La Asamblea Legislativa de El Salvador, como la Asamblea Nacional de Nicaragua, funcionó como una especie de escribano del poder ejecutivo. Así como el Congreso de Nicaragua aprobó una serie de leyes que restringen el trabajo de las ONG que Ortega llama oposición, en El Salvador se han promulgado otras leyes que podrían poner en jaque y jaque mate el derecho a defender nuestros derechos. El martes 9 de noviembre, por ejemplo, el presidente envió su proyecto de ley de agente extranjero al Congreso para su aprobación. Esta ley podría convertirse en una herramienta para desmantelar y silenciar a las organizaciones de derechos humanos con años de historia impecable, así como a todas las organizaciones que públicamente no estén de acuerdo con ella.
Al mismo tiempo, la legislación salvadoreña parece mucho menos interesada en adoptar proyectos que promuevan la protección y promoción de los derechos humanos, incluidos los relacionados con la igualdad de género, o la protección de periodistas y defensores.
Nada de esto debería ser una sorpresa. En su primera sesión de este año, la Asamblea Legislativa de El Salvador, que abrió el 1 de mayo de 2021, retiró a todos los magistrados existentes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema, así como al Fiscal General. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó esto e instó a las autoridades salvadoreñas a respetar la independencia del gobierno. Este primer golpe a nuestras instituciones marcó el inicio del asalto del Presidente a la supuesta intervención extranjera en los asuntos internos.
El Salvador no es el único país que ha copiado rápidamente los métodos Ortega-Murillo. Su estrategia de utilizar el sistema legislativo para reducir el espacio cívico, sin un amplio debate participativo, es cada vez más popular en otras partes de Centroamérica.
En Honduras, una serie de reformas legales amenazan el trabajo de las organizaciones de derechos humanos y criminalizan las protestas pacíficas. Las reformas a la ley especial contra el lavado de dinero, por ejemplo, incluyen la posibilidad de declarar a las organizaciones cívicas que administran fondos de ayuda externa como “personas políticamente expuestas”. Según la ONU, esto podría someterlos a un mayor escrutinio, ya que la clasificación se ha utilizado para obstaculizar las actividades financieras de la sociedad civil y su capacidad para gestionar la financiación.
La situación en Guatemala no es muy diferente. En mayo de este año entró en vigencia en este país el Decreto 4-2020. El contenido de este decreto, aprobado por el Congreso de Guatemala en febrero, obstaculizará el trabajo de las organizaciones de derechos humanos. En mayo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó al gobierno guatemalteco a derogar estas reformas porque restringen el espacio público, contradicen la libertad de asociación y expresión y obstaculizan desproporcionadamente la participación pública en la defensa de los derechos humanos. A pesar de esto, el decreto sigue vigente.
Esta campaña detrás de escena para limitar aún más las oportunidades para que las personas expresen sus opiniones, especialmente contra quienes están en el poder, nos pone a todos en riesgo. Impulsa a Centroamérica, ya muy dañada, aún más lejos del deseo futuro de sus habitantes. Por ejemplo, dentro de la Organización de Estados Americanos, los países centroamericanos a menudo no han actuado al unísono para condenar las violaciones de derechos humanos perpetradas por las autoridades nicaragüenses.
La crisis de derechos humanos de Nicaragua no se produjo de forma espontánea. Daniel Ortega lleva años desmantelando el estado de derecho del país y concentrando el poder en sus propias manos. Las señales fueron claras y la comunidad internacional fue testigo de cómo se fue minando las posibilidades para el ejercicio de los derechos humanos. En Nicaragua, las estructuras que han garantizado la impunidad por delitos graves contra el derecho internacional permanecen intactas. Como resultado, la mayoría de los gobiernos centroamericanos también esperan que nunca se les responsabilice por las violaciones de derechos humanos que cometen.
* Astrid Valencia es investigadora de América Central en Amnistía Internacional. Josefina Salomon es periodista autónoma.
Este artículo fue publicado originalmente en español en Confidencial y traducido por Havana Times.